Maspalomas, 9 de Febrero de 2012.
Querida hermana:
Me pides una autocrítica de “El ragazzo de Velázquez”. No puedo hacerla. ¿Cómo voy a convertirme, aunque sea para hablar de mi libro, en uno de esos entes que, junto con marchantes, historiadorcillos, representantes, gestores de derechos, comisionados y otros bichos semejantes, se comportan como sanguijuelas que emponzoñan y remueven las aguas transparentes de los ríos del Arte, sin más talento que el de juzgar sin ton ni son el arduo trabajo de años de constante esfuerzo y entrega? La mayor parte de las veces movidos por intereses torcidos, partidistas y sobre todo lucrativos y mercantilistas.
Ellos, que no han pasado largos días exprimiendo sus cerebros y sus sentimientos para crear la obra de arte, luego, cómodamente aculados en sus sillones de terciopelo, manipulan y se dicen imprescindibles para quedarse con la mejor tajada del producto del sudor ajeno, dejando al verdadero currante en la cuneta de la indigencia.
Lo que sí puedo darte es algunas pistas de las cosas que he pretendido hablar en la novela:
De los artistas explotados y de los explotadores que chupan su sangre.
De la humanidad sencilla y hasta pueril de los artistas divinizados.
De los apetitos sexuales escondidos de los grandes y pequeños hombres.
De los soñadores que ocultan sus íntimos deseos tras la máscara de la frivolidad.
De la inocencia trastornada por los apetitos inconfesables de los poderosos.
De la diferencia entre lo que la historia cuenta y la verdad de la vida íntima de los historiados.
De los bajos fondos (léase las entrepiernas) de la curia vaticana y su jefe máximo.
De la estupidez y la pobreza vital que oculta el antifaz de la realeza.
Del amor sin límites que no es capaz de poner condiciones ni para sobrevivir.
Un abrazo muy fuerte, de tu fiel hermano.